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Cuando hablamos de suelo nos estamos refiriendo a un enorme y complejo ecosistema con un entramado de relaciones que quizás no lleguemos a descifrar nunca en su totalidad. Allí, cada componente tiene múltiples funciones que se potencian cuanto mayor sea la biodiversidad que encontremos. A esto se le llama sinergia. Se puede decir, a modo de ejemplo, que un microorganismo específico puede cumplir diversas funciones variando éstas de acuerdo a la presencia o ausencia de determinado nutriente, la existencia de mayores o menores niveles de oxígeno, el contenido de materia orgánica, la presencia de otras especies de microorganismos y una larguísima lista de etcéteras…
Para refrescar la memoria, la “salud del suelo” es la armonía entre las 3 M:
microorganismos, minerales y materia orgánica.
El gran problema es que el
conocimiento en que se fundan nuestras prácticas de cultivo actuales desconocen
esta complejidad, considerando al suelo poco más que como un soporte para las
plantas. Hasta tal punto llega esta simplificación que se ha dado lugar a
sistemas de producción que no necesitan suelo, como la hidroponía.
Uno de los responsables más
influyentes en esta forma de ver el suelo -y la naturaleza en su conjunto- fue
el industrial y químico alemán Justus Von Liebig, quien en 1840 postuló una
serie de ideas respecto a la nutrición vegetal. De acuerdo a ellas, una planta
puede ser mantenida solamente con sales minerales, las cuales, si faltan del
suelo son proporcionadas desde afuera en forma de fertilizantes. A partir de
allí, la industria se abocó a fabricar las sales minerales que “tanto
necesitaban” los cultivos. Y la investigación científica relegó el estudio de
la vida del suelo para concentrarse en encontrar dosis apropiadas, sistemas de
fertilización, riego, maquinaria específica, etc.
Esfuerzos que, hasta el día de hoy,
siguen creciendo de la mano de las causas de esta peligrosa simplificación:
salinización de suelos y napas, aparición de plagas y enfermedades vinculadas a
la fertilización, incremento de los costos de cultivo, pérdida de biodiversidad
en los suelos, dependencia de insumos e inestabilidad de los rindes.
Los análisis que se desarrollaron
entonces para averiguar el estado de los suelos sólo responden a indagar
cuestiones muy parcializadas como el nivel de determinado nutriente. ¿Cuánto
dinero se gasta, por ejemplo en trigo o maíz, en función de un análisis de
suelo en el que sólo se hizo recuento de dos nutrientes como el Nitrógeno y el
Fósforo? ¿Las enfermedades de nuestros cultivos que luego debemos afrontar con
más erogaciones, no son producto de los desbalances que provocamos con el
fertilizante? Nada nos dicen estos análisis tan corrientes de lo que sucede con
los microorganismos y el estado de la materia orgánica.
Es como si el médico, ante nuestra
consulta, nos recetara una costosa intervención quirúrgica habiendo tan sólo
tomado nuestra temperatura.
Intentando resolver estos mismos
interrogantes, desde la misma Alemania de Liebig surge una propuesta: A pedido
de un grupo de agricultores orgánicos, el bioquímico Ehrenfried E. Pfeiffer adapta durante los años 20 una
técnica utilizada en la medicina al estudio de la salud integral del suelo: la
cromatografía sobre papel. Esta técnica, que lleva un sencillo procedimiento,
permite evaluar la integración entre las 3M y permite inferir qué cosas o
factores pueden estar afectando su armonía.
La
muestra de suelo se hace correr sobre un papel de filtro en el que quedará
plasmado un dibujo circular con zonas bien definidas. Sobre ese dibujo
observaremos entonces su coloración, las formas que se adoptan y la integración
entre las distintas áreas. En ellas puede verse si en el suelo predominan
procesos de mineralización (con pérdida de materia orgánica), si existe un
adecuado equilibrio entre los procesos de oxidación y reducción, si la materia
orgánica se encuentra bloqueada (por falta de acción de microorganismos) o si,
por el contrario, predominan los procesos de humificación. También es posible determinar
si los fertilizantes y agroquímicos están interviniendo en los deseables
procesos naturales. Al ser un método cualitativo, su interpretación requiere de
un entrenamiento especial y de conocer información complementaria sobre el
suelo que se está evaluando: historia de uso, textura, profundidad,
compactación, uso de fertilizantes y agroquímicos, etc.
El
dominio de esta técnica, que resulta muy usada por técnicos y productores
relacionados al cultivo orgánico, se convierte entonces en el centro de las
pruebas diagnósticas utilizadas para la toma de decisiones posteriores. Es
interesante considerar entonces que la cromatografía no reemplaza los análisis
convencionales que actualmente se realizan (en los que se evalúa porcentaje de
MO, contenido de macronutrientes y pH) sino que estos resultan complementarios.
También pueden realizarse estudios sencillos de penetrometría (compactación),
análisis de actividad biológica, identificación de microorganismos presentes, evaluaciones
de micro y mesofauna (cantidad de lombrices, presencia colémbolos, recuentos de
especies).
Es útil,
luego de su primer utilización, para seguir y evaluar en el tiempo el impacto
de nuevas prácticas productivas y su incidencia en el suelo. Su utilización
también requiere que se establezcan cromatogramas patrón, con las situaciones y
cultivos más frecuentes de cada región. Todas estas evaluaciones –con la
cromatografía como centro- en modo alguno nos darán un conocimiento acabado de
lo que sucede en ese microcosmos que pisamos a diario pero ya no estaremos
cometiendo el error de tomar caras decisiones con apenas un dato o dos.
El
desarrollo de técnicas analíticas que permitan inferir en forma más amplia el
impacto de nuestras acciones resulta central para la transición a nuevos
esquemas socioproductivos; que pueden llamarse agroecología, agricultura
sustentable, regenerativa o ecológica. Para esto, el compromiso de escuelas
agropecuarias, técnicos independientes con iniciativa, INTA o universidades
regionales es fundamental.
Desde el
surgimiento de los productos comerciales con microorganismos eficientes (EM
según su sigla en inglés), algunas empresas han incorporado a la cromatografía
dentro de su foja de servicios. Lo interesante resultaría que -más allá de las
oportunidades comerciales- se comprenda que de la salud de nuestros suelos
depende la humanidad entera y que esta salud no se fortalece con mayor cantidad
de fertilizantes (como pregonan por ahí). La salud de nuestros suelos se
regenerará si somos capaces de imaginar y llevar adelante un modelo distinto de
producción y de vida. Con el actual, es inútil hablar de cromatografía.
CRISTIAN CRESPO
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